Lo que sigue son las páginas 54-62 de mi tesis de doctorado, en que resumo la propuesta teológica personal que hace G. Lafont en su libro "Peut-on connaitre Dieu en Jésus-Christ? Problematique", Paris, 1969; 229-328. Las notas al pie remiten a las páginas de esta obra.
La propuesta para el seminario es -como les comenté en clase- leer el texto, tratar de entenderlo y meditarlo, y anotar las preguntas que surjan desde su lectura. Sobre esto charlaremos en la próxima clase.
No me pareció necesario poner aquí las secciones previas del libro de Lafont, pues no influyen directamente en lo principal de su exposición, y hubiera alargado mucho este texto. En todo caso, si les interesa pueden consultarlo en mi tesis impresa, en biblioteca.
1.4. Búsqueda de una dogmática
1.4.1. Visión de conjunto
Al principio de su propuesta, Lafont se
pregunta si debemos considerar a Nicea como un punto de partida (respecto del
cual, entonces, deberíamos mantener una continuidad “homogénea”) o una etapa,
que nos permitiría introducir elementos nuevos.
El autor, aún valorando profundamente–aquí y
en otras partes de su trabajo– la importancia del homoousios niceno, se inclina por la segunda alternativa: el
“joanismo deshistorizado” que campea después de Nicea, es decir, el acento en
la “interpretación ontológica del «Y el Verbo era Dios»”, necesita ser
equilibrado con un volver a “valorar también «Y el Verbo se hizo carne»” y una
visión más “paulina” de la persona y la misión de Jesús. Hay que recuperar “la
historicidad revelada con la Encarnación”, a partir de “una lectura renovada de
la Escritura” reconociendo que “el Misterio Pascual” es “central en la historia
de la salvación. Y, “guiándose por la
experiencia paulina” redescubrir que “el misterio de la muerte y Resurrección
de Jesús” abre a “perspectivas más teológicas”, pues no se trata “solamente de
una Redención, sino también de una Epifanía de Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo y, además, de una Revelación al hombre de las estructuras fundamentales y
del comportamiento de base que lo religa a Dios”.
Dicho esto, y habiendo establecido
anteriormente la “ley de reduplicación” necesaria siempre en teología
trinitaria, el autor propone una
exposición equilibrada por tres momentos: un primer momento “ascendente” que va
de la Oikonomia a la Theologia indagando en el Misterio
Pascual y las perspectivas teológicas que abre; un segundo momento, en que se
profundiza en la Theologia
vislumbrada en el momento anterior; para concluir en un retorno a la historia,
para releerla a partir de los principios elucidados en la contemplación del
Misterio que se realizó en el segundo momento.
1.4.2. “De la «Economía» a la
«Teología»”
La tesis central de Lafont aquí, es que el Misterio
Pascual revela un
modelo de la condición humana y de la vida íntima de la Trinidad. Recorriendo algunos textos
centrales del Antiguo Testamento –Gn 2–3, Abraham, Samuel, los profetas, Job–
Lafont muestra que la fidelidad a la Palabra de Dios requiere un abandono de la
“sabiduría humana”, que implica una especie de “muerte”. Pero esa situación es
provisoria, pues desemboca en una nueva situación de mayor comunión con Dios…
si se acepta esa invitación a “salir de uno mismo” siguiendo a la Palabra de
Dios y animado por su Espíritu, que es como el “ámbito inspirado” o “la
atmósfera” en que es donada la Palabra de Dios. Por eso –aunque la muerte
actualmente está ligada al pecado– aún así hay que distinguir este aspecto de
ese otro aspecto “estructural” de la relación del hombre con Dios, por el don
de sí mismo.
Todo esto alcanza su culmen en la persona,
en la vida y en la Pascua de Jesús: su “ser filial” –que se revela en toda una
vida de entrega filial al Padre y que desemboca en el Misterio Pascual– muestra
cómo “la muerte exigida por la Palabra no es otra cosa que la etapa y el
reverso de una comunión propuesta”. Por su
fidelidad total, Jesús-hombre es el tipo y la perfección de la respuesta humana a la
invitación de la Palabra de Dios. Y su existencia filial –llevada al máximo en
el Misterio Pascual– revela su filiación divina.
A la luz de lo dicho, aparece una
profundidad nueva del misterio de la muerte y la Resurrección. La Resurrección
de Jesús no es “la solución al problema de la muerte”: al contrario, la muerte
es el primer paso hacia la Resurrección y la escatología es el sentido mismo de
la condición humana. En este sentido, la
“negatividad” provisoria de la muerte revela que lo definitivo es “el éxtasis
de sí mismo hacia el Otro, el amor”; y, en el fondo, “la Cruz” y “la Gloria”
revelan lo mismo: “vivit Deo”.
En lo que se refiere al cuerpo de
Cristo en particular, su continuidad dentro del Misterio Pascual indica que las
realidades de este mundo no se pierden en el momento de la negatividad, sino
que se transforman recapitulándose en un nivel superior.
Las perspectivas teológicas que se
derivan de aquí son, fundamentalmente, dos: antropológicas y cristológicas. En
cuanto a la antropología, el Misterio Pascual nos revela que la vocación más
profunda del hombre es la comunión con Dios, a través del don de sí. La Palabra
de Dios se dirige al hombre en el mundo, pero no es homogénea con “el mundo”
(entendido como pura inmanencia). Por eso, si bien la corporalidad sitúa al
hombre en el mundo (acción), su espiritualidad lo vuelca hacia una búsqueda de
trascendencia (contemplación). Estas dos dimensiones no se oponen
definitivamente, pero –para integrarlas– hay que aceptar un “éxtasis” que tiene
dos momentos: un “éxodo” doloroso que desemboca en el encuentro glorioso con
Dios. Y la libertad del hombre es la que decide.
En cuanto a la cristología, el autor propone iniciar
con el Misterio Pascual para pasar desde allí a una teología de la Encarnación
del Hijo (movimiento ascendente); paso inicial, insuficiente pero
indispensable. El mismo NT, en su elaboración, va derivando hacia la
profundización de la divinidad de Jesús (Theologia)
pero sin alejarse de la Oikonomia. Y
el don de sí del Hijo en la Cruz revela (en clave dolorosa) su filiación y su
“actitud” eterna en relación al Padre.
En este sentido, “el Misterio Pascual deviene para nosotros
una clave de lectura trinitaria… y complementariamente… la vida trinitaria
es el paradigma de la historia de salvación”: “la vida trinitaria” se
constituye en el “don absoluto que el Ser infinito hace de sí mismo” y que es
“la expresión de una ley del ser espiritual”.
1.4.3. “Hacia una
«Teología»”
1.4.3.1. Sustantivo y verbo: afirmación y negación en Teología
Lafont inicia esta parte con un “prólogo
lingüistico” en el cual (como suele hacer Tomás) revisa las palabras que usamos
en teología trinitaria, tanto en el lenguaje “clásico-metafísico”, como en el
lenguaje “moderno-trascendental”.
En este prólogo analiza,
básicamente, cómo el sustantivo sirve para expresar los aspectos analógicos o
“positivos” del misterio trinitario, mientras que los verbos son más aptos para
el momento apofático o “negativo”. Como suele, nuestro autor muestra la
necesidad de ambas coordenadas, aunque –en este caso– con un “primado del
verbo”. Todo esto es necesario, para
mantener el equilibrio en la expresión –que, en realidad, es un “continuo
desequilibrio”– y la adoración ante un Misterio que lleva el lenguaje “al
límite de sus posibilidades”.
1.4.3.2. Sobre la noción de persona
Este parágrafo podría considerarse un
“segundo prólogo”, pero esta vez no de formas de expresión sino de contenidos:
Lafont analiza la noción de persona repasando también aquí la historia del
asunto.
Partiendo de la definición de Boecio,
muestra que es apta para expresar los aspectos metafísicos de la persona pero
no integra los aspectos de operación espiritual y de relacionalidad. La persona
no es sólo “hipo-stasis”, sino también “hip-energía”: principio de operación
espiritual, abierto al infinito.
Por su parte, el autor propone tres
características de la persona:
a) operación espiritual
(sosteniendo que es más apropiado para la persona el registro de la actividad
espiritual que el ontológico);
b) reciprocidad, pues el ser
persona implica la apertura al otro;
c) reflexividad, pues ser persona
implica también un momento de reflexividad sobre la operación (y
particularmente sobre la operación interpersonal).
Volcándose de nuevo a la historia del asunto,
pero ya dándole dimensión trinitaria, el autor afirma que la definición de “relación subsistente” de
Tomás mantiene el acento sobre la subsistencia; en cambio, el registro de la
actividad espiritual propuesto por Agustín privilegiaba los verbos. De este
modo, evitaríamos el riesgo de entender “–subrepticiamente–… a las tres
Personas como tres esencias concretas y distintas, dentro de la única esencia divina”. Por otra parte, si se
privilegian las designaciones verbales y se conciben a las personas como actos más que como sustancias, tenemos
dos beneficios más: privilegiamos el acento “negativo” que abre al infinito; e
integramos la dimensión reflexiva: la persona divina podría ser concebida como
la reflexividad subsistente de la operación que la orienta hacia las otras.
1.4.3.3. Interpretación trinitaria
Retomando el Misterio Pascual que
analizó antes y la propuesta de designaciones verbales que estudió recién,
nuestro autor avanza: la Revelación muestra a Dios como aquel que se comunica, y que esa
comunicación alcanza su plenitud en Cristo. De allí nos elevamos a la
generación eterna: y allí contemplamos a Dios Padre como engendrar puro,
actualidad pura e infinita de su comunicación.
En cuanto al Hijo, hemos visto que la
filiación divina a la luz del Misterio Pascual es más significativa que la sola
analogía con la filiación humana (que es pasiva y sólo ontológica). En Jesús
vemos un comportamiento filial (y no
sólo la unión hipostática). Desde aquí nos preguntamos: ¿cómo sería una
receptividad pura? Descartando los elementos de sucesión temporal que tienen
las experiencias que se dan en la Oikonomia
(incluido el Misterio Pascual), el autor muestra que en la eternidad el Hijo es
“Receptividad pura –más allá de toda temporalidad y de toda distinción entre
hipóstasis y operación–; una recepción del don de Dios que no deja jamás de ser
tal, pues no conoce la apropiación, pues reenvía el don recibido en un
inmediato absoluto”.
Y, de nuevo, aquí las designaciones verbales
nos permitirían decir mejor el Misterio… ¡pero no existen en nuestro lenguaje,
justamente porque nuestra experiencia de filiación es puramente pasiva!
Entonces, lo mejor serán los nombres abstractos: Receptividad, Natividad.
Pasando a la Tercera Persona, nuestro autor primero constata que “es más
difícil remontarse desde el rol del Espíritu Santo en el Misterio Pascual, a su
realidad intradivina, pues la Revelación no es muy explícita sobre la relación
concreta del Hijo y del Espíritu en el misterio de Jesucristo”. No obstante, Lafont se abre paso en el tema mostrando
que –según el NT– al Espíritu
Santo se lo descubre en su actividad en la Iglesia, sobre todo en la
divinización del hombre. Y aquí destacan tres rasgos: la experiencia del
Espíritu es entendida como venida de lo alto; no es reflexionada en sí misma
sino que –en definitiva– es experiencia de Jesús; y es una experiencia en la
historia: el vínculo entre la Palabra de Dios y la cultura es descubierto
gracias al Espíritu Santo (lo cual abre al tema de la Tradición). A partir de
todo esto, la propiedad del Espíritu Santo en la Trinidad es entendida como
Comunión.
Resumiendo lo dicho sobre las tres Personas
divinas, entendidas como actos (y designadas con nombres abstractos, a falta de
verbos), podríamos considerarlas como Comunicación, Receptividad y Comunión.
De aquí, resulta una imagen de la Trinidad
con tres rasgos fundamentales:
a) la Trinidad es contemplada, ante todo,
como Vida y Amor (perijóresis);
b) se recalca lo relacional: la no-propiedad
de cada persona por ella misma: las palabras negativas muestran la orientación
al otro;
c) se subraya el nexo necesario entre
experiencia eclesial y conocimiento de la Trinidad (koinonía).
Manteniendo los equilibrios, Lafont muestra que también las
designaciones nominales deben tener su lugar en la teología trinitaria, pues
toda la riqueza positiva de términos como “sustancia” debe ser analógicamente
retomada en un sistema de los nombres divinos. Y lo mismo vale para las
Personas: por ejemplo, si consideramos al Padre como Generación, esto implica
un término engendrado procedente del Engendrante; y de nuevo tenemos una
co-relación total.
Y Lafont propone un interrogante: asumiendo el lenguaje de la
reflexividad ¿se podría decir que la persona divina como “subsistencia” es
constituida por la reflexión sobre el acto que la define? Pues en la eternidad
el acto de generación es comunicación instantánea y definitiva de todo el ser
divino al Hijo… pero como esta generación es divina, la conciencia de este
“ser-padre” no recae en un sujeto preexistente: ella constituye al Padre. Lo
que el autor quiere destacar aquí es que el aspecto extático de cada Persona es
anterior a su aspecto “enstático” (en el orden de nuestra consideración, aunque
fundado sobre un aspecto real de la vida trinitaria).
Y aquí el autor hace una precisión importante: en el caso del hombre la
reflexión implica un proceso de retorno a sí mismo; en cambio, en el ser
espiritual (ángel y Dios) no hay processus
ni verbo mental: conoce inmediatamente su sustancia (inteligente e inteligible
se identifican).
Aplicando esto a la teología trinitaria, tenemos que el conocimiento
esencial de Dios (Uno) no requiere, entonces, la dicción de un verbo. Con lo
cual, el “registro psicológico” es necesariamente doble: cuando expresamos el
misterio de las Personas con la ayuda de una “filosofía del Verbo”
reintroducimos en el nivel del intercambio de las Personas la idea de
reflexividad que excluimos en el nivel del conocimiento esencial: diciendo al
Verbo, el Padre se conoce como Padre (el Padre es la Dicción del Verbo:
identidad del sujeto y del acto). “En cierto sentido, es el Verbo quien da al Padre su
ser de Padre, en la medida en que la dicción divina… es susceptible de
reflejarse sobre sí y de constituirse por esta reflexión en un sujeto
distinto”. Y si bien no hay en Dios tres centros de actividad
personal como tres posiciones absolutas (nivel del Dios Uno), sin embargo
podemos decir que hay “tres consciencias personales reflexivas” (nivel del Dios
Trino). En este sentido, se podría decir que el Hijo
“primero” es consciente del Padre y del Espíritu que lo liga al Padre, y así es
consciente de sí mismo. Pero hay que recordar que la persona divina es
simultáneamente acto y relación... y aquí nuestro lenguaje nos traiciona.
1.4.3.4. Sentido y límites de esta
aproximación
Lafont –manteniendo de nuevo los necesarios
equilibrios– indica que el lenguaje del acto debe ser completado con el
lenguaje de la relación; lo mismo que el lenguaje de la reflexividad, debe
serlo con el de la subsistencia. Pero,
para él, lo importante es el orden: se privilegia el lenguaje del acto, a la
luz del Misterio Pascual y su centralidad.
Además, esta presentación muestra el carácter irreversible del orden de las
personas, y evita “teologías hipotéticas” que se alejan del dato revelado.
En relación con la tradición trinitaria post-nicena, Lafont indica que lenguaje
de la “persona como acto” evita el triteísmo latente que preocupa a Rahner, que
está vinculado con la noción de subsistencia. Por eso, Lafont prefiere presentar
el misterio de las Personas desde el “lenguaje del acto” pues de este modo “la
subsistencia de la persona se identifica con la actualidad de la operación, y
no a la inversa; y esto no
puede ser expresado más que “negativamente” (acto, verbos).
Y hay un segundo beneficio es acercar los dos registros usados en la
tradición latina (el registro ontológico
de la hipóstasis o persona y el registro psicológico del Verbo y del Amor)
pues, al considerar a la persona como acto espiritual aparecen las categorías
psicológicas y se manifiesta la posibilidad de conciliar los dos registros de
lenguaje. Recíprocamente, el registro psicológico se enriquece con una
ontología de la persona entendida como relación.
Incluso, podría insertarse esta “ontología reflexiva” en el esquema que
parte de la esencia: el propio Santo Tomás iba en esa dirección en la Suma Teológica cuando hablaba de las
procesiones (I, 27), pero se desvía al asumir la definición de Boecio al
principio de la cuestión 29, de un modo más o menos inesperado.
“El desarrollo, en resumen, es el siguiente: la esencia divina es realmente
comunicada en las procesiones que le son idénticas, pero que se distinguen las
unas de las otras: estas procesiones se identifican con los términos nominales
correlativos y –por vía de retorno– estos términos son toda la plenitud del esse divino. La perspectiva definida por
Santo Tomás aparece, entonces, plenamente dinámica, y manifiesta el movimiento
interior de la vida divina. Pero la introducción de la definición de Boecio y
la insistencia sobre la subsistencia… detienen el itinerario comenzado, en
provecho de una consideración sistemática de las hipóstasis”.
1.4.4. “De la «Teología» a
la «Economía»”
Completando el movimiento anunciado, Lafont expone aquí unos esquemas
“descendentes” para la creación y la Encarnación.
1.4.4.1. Teología de
la creación
De Dios decimos dos cosas: que es
absolutamente y que es el creador. Pero no se puede reducir estos dos aspectos
a unidad de modo perfecto (sería identificarlos): Dios no está obligado a crear,
pero no puede menos que ser. No obstante, ser creador no puede ser una cualidad
accidental.
Según el esquema de afirmación, negación y
eminencia podemos decir:
a) La infinitud y perfección del ser divino
excluye todo “afuera” de Dios…
b) ...pero la existencia real de seres que
no son Dios nos lleva a afirmar la actividad de Dios hacia el “exterior”.
c) Afirmando la bondad de Dios llegamos a
una noción de Creador que no excluye su perfección; e incluso, desde esta
perspectiva, hay que decir que la recalca.
Tampoco se puede identificar la generación
que el Padre hace del Hijo, con el designio de creación y salvación (y lo mismo
vale para el Hijo y el Espíritu Santo en su realidad intratrinitaria y en su
rol en la historia). Pero tampoco se los puede disociar; con lo cual reaparece
la necesidad de aplicar “la ley de reduplicación” también aquí.
Y no hace falta reelaborar todos los
registros de pensamiento que elaboró la tradición post-nicena; basta con que ese
“formalismo” no se separe de la realidad que nos permite decir que el mismo “Dios-en-sí”
es el “Dios-para-nosotros”, afirmando conjuntamente la trascendencia de la vida
divina y la verdadera divinización de la historia.
En cuanto a la importancia del misterio de Cristo en relación con la
creación, también hay un equilibrio a guardar: no podemos concebir la
Encarnación como un “gratuito «ornatus»”
de la creación, pero tampoco podemos pensarla como necesaria.
Los himnos cristológicos del NT manifiestan que Dios quiso el misterio
de Cristo desde el principio. A partir de este sentido revelado, se puede construir
un discurso teológico unificado que va de la generación del Hijo y la procesión
del Espíritu Santo a las misiones del Hijo y del Espíritu Santo en la economía.
De este modo, “la unidad estructural” –ontológica y dinámica– de la creación y
de la salvación nos es propuesta por la Palabra. Por tanto, el ámbito de la
Palabra y de la fe es el nivel
epistemológico de una reflexión sobre la Encarnación; pues en la fe se
disciernen las “cohesiones y coherencias” del misterio, y desde aquí
reconocemos que la creación se corona en Jesús.
1.4.4.2. Temas de cristología
Desde una mirada trinitaria, podemos decir que el
Padre crea el mundo como ámbito para expresar su Palabra ad extra. Por su parte, el Verbo es modelo eterno de esa creación y
garante de su transfiguración por su presencia progresiva en el mundo; esta
transfiguración se produce por la aceptación libre de cada espíritu creado a la
propuesta de la Palabra. Y el Espíritu Santo se ofrece a las libertades creadas
para llevarlos, por el don de sí mismos, a la comunión.
Históricamente, se han ventilado dos cuestiones:
si Dios se encarna ¿debe hacerlo el Verbo? y ¿debe hacerlo en un hombre? Lafont
propone las siguientes respuestas:
a) Si la creación es producida para ser el
ámbito de la Palabra, entonces la Encarnación del Verbo aparece como la
plenitud posible de su presencia y no se ve por qué Dios no daría ese paso
supremo. La generación temporal del Verbo aparece plenamente coherente con el
movimiento de la vida trinitaria.
b) Y, al hacerse hombre el Hijo reúne en sí todos los niveles de lo creado
(microcosmos) y los devuelve al Padre.
Esta visión de cosas incluye que la Persona
encarnada sea el Verbo (a diferencia, por ejemplo, de Santo Tomás). Además,
dado que hemos caracterizado al Hijo como Receptividad pura, también esto apoya
la conveniencia de que sea Él quien se encarne: Él asume su humanidad (y con
ella todo lo creado), la integra en su receptividad personal y –en su don al
Padre– la recapitula.
En cuanto a la humanidad de Cristo en
particular, se abren varias perspectivas.
a) Para la antropología: la Pascua
manifiesta que las dimensiones materiales del hombre no agotan su misterio: el
hombre es capax Dei, y en la comunión
con Dios está su plenitud.
b) Para la teología trinitaria: el Misterio
Pascual revela la vida intratrinitaria al manifestar un dinamismo que, por
medio del “don de sí”, se corona como comunión.
c) Para la cristología: la actitud fundamental
de Jesús es la aceptación lúcida y libre de la voluntad del Padre, imagen
creada de la Receptividad del Verbo: la humanidad del Hijo está de manera única
y permanente abierta al Padre y al Espíritu Santo. Y esta actitud espiritual es
constitutiva de la unión hipostática; y es inmediatamente
trinitaria: su sujeto es el Hijo, su objeto es el Padre y su ámbito es el
Espíritu; pero es realizada en una humanidad, que así es exaltada a su máxima
posibilidad.
“En resumen: dado que la teología de la unión
de la humanidad de Cristo al Verbo no estaría completa con la sola
consideración de la subsistencia... proponemos aquí considerar esencialmente un
acto espiritual, directamente trinitario, inmediatamente impreso en el alma de
Cristo por el hecho mismo de la unión con el Verbo y donde la reflexividad
implica para la humanidad de Cristo la conciencia misteriosa de ser «del Verbo,
vuelto al Padre en el Espíritu». La visión beatífica está incluida en este acto
pero considerada –justamente– desde el punto de vista operativo: no como
«espectáculo beatificante» sino como parte de esta comunión plena”.
Por su parte, la conciencia mesiánica de Jesús, se enraíza en esta
conciencia filial; y los conceptos de inclusión y mediación pueden resumir las consecuencias
de lo dicho:
a) Inclusión: la creación y la historia alcanzan su plenitud de sentido
en la Encarnación: Jesús es el Hombre nuevo (expresión ontológica) o el Alfa y
la Omega (expresión histórica). La teología de la unión hipostática aquí esbozada
tiene una apertura trinitaria única, una orientación mesiánica universal, en
una existencia concreta. A nivel de su espíritu se expresa en una conciencia
filial y mesiánica, que lo constituyen centro de la historia, y mediador.
b) Mediación: el dilema “mediación ontológica” o “mediación operativa”
también aquí debe ser elevado al nivel de la operación espiritual que se
arraiga directamente en su unión con el Verbo. Tiempo, corporalidad, libertad
propiamente humana, se superan en un “más allá del tiempo” en esta operación
espiritual: y esta “identidad y diferencia” lo convierten en mediador.
Por lo que se refiere a la prueba pascual de Jesús, hay tres cuestiones:
¿por qué?; y el ¿cómo? se subdivide en dos: posibilidad y estructura.
a) El sentido de la prueba pascual
de Jesús. Es la forma extrema del don de sí que desemboca en la comunión.
Asume en sí todas las pruebas de los hombres: la de la fe, la del pecado, la de
la penitencia y preludia la divinización de los hombres. Su libertad lúcida acepta
la prueba que lleva a la transfiguración, imagen de la Receptividad del Verbo.
b) Estructuras de la prueba pascual.
No alcanza con la conciencia mesiánica arraigada en la conciencia filial,
porque aquí aparece otro nivel: a Jesús se le propone un plan que solicita
expresamente su adhesión/obediencia a la Palabra del Padre. Implica una
mortificación global de su ser-en-el-mundo, que se consumará en la Cruz con una
dimensión mediadora y redentora.
c) Posibilidad. La cuestión de
fondo es: ¿cómo puede haber prueba junto con la visión beatífica? Pero esto ya
fue resuelto cuando se propuso que esa visión no sería un “espectáculo
beatificante” sino la comunión de su ser de Hijo con el Padre y el Espíritu
Santo.
1.4.5. Conclusiones
del autor
Creemos que las conclusiones que propone Lafont podrían sintetizarse
así:
1. Hay
que renovar la adhesión a Nicea y su intención, pues esto implica valorar a
Dios en sí mismo (y no sólo, ni principalmente en función del hombre), y deriva
en una actitud de adoración a Dios.
2. Pero el “enfoque metafísico” que se cultiva desde Nicea no agota las
posibilidades de reflexión: hay que retomar el dinamismo interior de la
realidad divina y el “Dios para nosotros”.
3. No obstante, la reacción legítima contra ese exceso puede caer en el
extremo opuesto y quitar al hombre su máxima posibilidad: adorar la
trascendencia de ese Dios que lo diviniza.
4. La divisoria de aguas entre un “Dios ocioso” y un “Dios muerto” es la
misión del Hijo y del Espíritu Santo a partir del dinamismo intratrinitario.
5. El punto de partida es el Misterio Pascual de Jesús, proyección
creada de la eterna perijóresis
trinitaria.
6. Hay que distinguir en el Misterio Pascual la dimensión redentora, de
la dimensión estructural del “don de sí” para la comunión.
7. Hay que reinterpretar la noción de naturaleza: es el proyecto
constituyente del hombre, orientado a la Palabra, por la mediación de la
libertad, que conduce a la transfiguración que la hace plena. No se opone a la
libertad: es para la libertad, que se abre a la fe, pasa por la muerte (que
parece una oposición de libertad y naturaleza) y desemboca en la koinonía.
8. La Pascua aparece como manifestación trinitaria: intercambio, don,
dinamismo… “negatividad” que es apofática, y abre a horizontes mayores que el
lenguaje “positivo”.
9. Con estos presupuestos, es posible una “visión descendente” más rica:
comunicación, receptividad, comunión, desde la creación a la escatología.
10. Cristo es el centro de la historia: desde su ser de Hijo, su
conciencia mesiánica y su obediencia lúcida.
11. El fin del mundo puede contemplarse como “Pascua final” que
desemboca en la gloria.
12. La eucaristía como memorial de la Pascua y su sentido: don de sí
para la comunión.
Lafont critica un aspecto de la postura
clásica que sólo
contempla la unión hipostática (aspecto ontológico) pero que no es coherente:
¿acaso no produce ella ningún impacto en el nivel de la operación espiritual?
En este nivel ¿Jesús es, entonces, igual a los otros hombres? “Pienso que es necesario reconocer en Cristo
–al nivel de la unión hipostática– una operación espiritual que sea en él, la
Imagen inmediata del Verbo; y que lo coloca –al nivel de las relaciones de
conocimiento y de amor de un espíritu creado con Dios– en un lugar
absolutamente sui generis”: Ibid., 312.